¿Es la ciencia patrimonio lingüístico del inglés? ¿Es hora, ya, de consensuar criterios inclusivos y sistemáticos en la traducción médica? ¿Qué ocurre en el caso de la alergología y la inmunología? Un buen puñado de preguntas cuyas respuestas no pueden ser dogmáticas, pero sí estar enfocadas a la elaboración de un corpus terminológico consistente.
Mal que nos pese a los profesionales del lenguaje médico, y a pesar de los ingentes esfuerzos llevados a cabo por instituciones y asociaciones por unificar y producir un corpus lingüístico en castellano (o español), la ciencia sigue siendo, a día de hoy, patrimonio del inglés. Muchas son las razones esgrimidas para explicar esta situación, y quizá una de las más importantes sea la dificultad de elaborar criterios inclusivos y unificadores entre la maraña de traducciones y opciones que (tristemente) sobresale por encima de tantas y tantas páginas, palabras y horas de esfuerzo de los muchos y muy buenos profesionales que dedican sus esfuerzos a producir textos médicos de calidad que guíen los pasos de las publicaciones de la comunidad científica hispanohablante.
Los campos de la inmunología y la alergología no son excepciones a este fenómeno. Como casi todas las demás ciencias, sus vocablos, construcciones y textos se crean y transmiten en inglés, pues su cuerpo terminológico procede, casi en su totalidad, de la creación de neologismos acuñados por angloparlantes desde su origen, no siempre misterioso, en los siempre sugerentes latín y griego, a lo que se suma una buena cantidad de términos de creación original... también en inglés. Es por eso que, aquí, defenderemos, casi de manera militante, la importancia de una traducción estricta, a la vez creativa e interpretativa y de aspiraciones unificadoras, para contribuir a un esfuerzo que creemos fundamental: asegurar la transmisión fidedigna del conocimiento científico en castellano.
Como explica Juan Manuel Igea Aznar en su prólogo a la tercera edición del Diccionario inglés-español de alergología e inmunología clínica, “las adaptaciones al español de esos términos que circulan de forma mayoritaria por nuestra comunidad son en casi todos los casos traducciones precipitadas, poco meditadas, imprecisas o mejorables que hacen que nuestros alergólogos e inmunólogos hispanohablantes (...) se comuniquen entre sí con un lenguaje variable, vago y cargado de sobrentendidos que resulta en ocasiones incluso engañoso”. Queda, pues, mucha tarea por hacer: tarea de unificación y clarificación, pero también de difusión de unos criterios válidos y generales que busquen en la etimología soluciones prácticas y exactas que proporcionen un faro a los trayectos de la traducción médica en castellano.
Es esta y no otra la tarea central de un diccionario como el arriba mencionado: describir de forma precisa el significado de cada término científico para transmitirlo después al español, sin obviar los inevitables matices, pero respetando siempre las normas básicas del idioma final. Sólo así conseguiremos, a nuestro juicio, presentar una terminología unificada que merezca la sanción de las sociedades científicas inmunológicas y alergológicas de habla hispana. Se trata, en definitiva, de renovar el espíritu de aquella Royal Society que, allá por el s. XVII, encomendó tan ínclita tarea nada menos que al poeta John Dryden, para que cuidase de la calidad de los textos científicos, logrando metas estilísticas que, ahora, deberíamos retomar como principio rector de la tarea del traductor médico.
Es hora, ya, de recuperar la iniciativa y relanzar, ahora en castellano, los esfuerzos por lograr, finalmente, un corpus serio y unificado de términos que, sin despreciar los valores de la diversidad lingüística e interpretativa, consiga -con ambición, pero también con tenacidad y espíritu abierto- que todos los que nos dedicamos a esto podamos trabajar alrededor de un círculo terminológico que nos ofrezca soluciones prácticas a los enigmas de vocabulario que día a día aparecen sobre la mesa de nuestras traducciones.
Rubén Sáez Carrasco